Según el diccionario de la R.A.E, el término boda
tiene las siguientes definiciones:
boda.
(Del lat. vota,
pl. de votum, voto, promesa).
No os asustéis que no es que odie
también este tipo de acontecimientos, de hecho, las bodas de los amigos me parecen de lo mejorcito que
hay, no es que todas sean iguales pero a mí me molan esas en las que acabas
encima de una mesa, bailando cual gogó poligonera – esto último se debe a que
te crees Shakira debido al pedal que llevas, aunque por fuera sólo se te vea
como lo que eres “una que va fina filipina de alcohol y se cree que baila bien”-,
con una corbata que has robado por ahí
cruzándote la frente, mientras le pones ojitos a alguna invitada o
camarera que, debido a tus altas tasas de bebidas espirituosas en sangre, te
parece que está buenorra.
Pero no os voy a hablar de estas
bodas, sino de esas cuando algún pariente lejano, que no recuerdas haber visto
en toda tu vida decide casarse e invita a toda la familia y, por suerte o por
desgracia, dentro de la familia estás tú.
Yo ya he sido invitada a unas
cuantas de estas y lo cierto es que quitando algunos pequeños detalles, siempre
es la misma historia…
La primera señal que noto de que
una boda se aproxima es cuando llego a casa y me encuentro sobre el mueble de
la entrada un sobre que pone “Familia Fox”…
Cuando todavía era novata en esta
cuestión casi me emocioné al ver escrito mi apellido con letras doradas sobre
un papel que mínimo tenía que ser pergamino del S.XVI, de hecho, corrí a
abrirlo porque con semejantes florituras era imposible que fuese publicidad.
Cuando me acerqué y lo sostuve entre mis manos vi que venía hasta lacrado,
desde mi inocencia pensé que mismo Carlota de Mónaco se había enterado que me
tiene loquita y me había invitado a alguna cena de gala en el principado- sí,
es una absurdez-. Lo abrí apresuradamente esperando encontrarme alguna
declaración de intenciones por parte de tal belleza monegasca, pero no. Resulta
que un tal Antonio se casaba con una tal Mari Loli en dos semanas y para colmo
la boda se celebraba en el pueblo de mis abuelos. ¡Oh, no! ¡Horror!
Esa fue mi primera experiencia,
las veces posteriores cuando he visto el dichoso sobre lo único que he querido
es ir directamente al registro a borrarme el apellido. ¿Por qué? ¡¡¡¿Por qué?!!
Por mucho que intento eludir mi
asistencia, nunca me sale la cosa bien. He intentando excusar mi presencia
mediante trabajos, gripes, sarampiones…pero nada, ninguna excusa es buena si la
que decide es la matriarca Fox, es decir, mi madre.
Siempre argumenta acerca de lo
poco que visito el pueblo en el que pasé gran parte de los veranos de mi
infancia. Pero claro, no entiende que las vacas y ovejas resultan más
entretenidas a los 10 que a los veintitantos. Y, además, que mi vida social
está muy atareada en los madriles.
Cuando consigue que me resigne y
acepte la invitación viene la que probablemente es la peor parte de todo lo
concerniente a este tipo de bodas y es cuando suelta eso de… “Virginia, hija,
¿qué te vas a poner?” Es que no entiendo porqué los vaqueros y las converse
nunca le parecen buena opción.
Así que al día siguiente me
obliga a acompañarla a por los modelos que ambas luciremos. Y creo que el día
que a esta mujer se le meta en la cabeza que yo no llevo vestido será el mismo
día en que se firme la paz mundial y, desgraciadamente, me da que aún está
lejos ese momento.
Tras unos cuantos desencuentros,
consigo que me deje comprarme unos pantalones
y una camiseta a medio camino entre su gusto y el mío.
Bueno…pues llega el “gran día”:
Metemos las maletas en el coche y ¡ale! Dirección a la España profunda.
Una cosa que tienen los pueblos
pequeños es que todo el mundo se conoce entre sí, por lo tanto, la llegada de
algún nuevo visitante hace que los comentarios y miradas se centren en el
recién llegado.
Así que siempre me toca escuchar
cosas tipo:
“Mira esa es la chica de los Fox”
“Con lo guapa que era de
pequeña…”
“Sí, ahora parece una punky ,
debe ser de algún grupo raro”
“Pues yo he oído que no le gustan
los hombres”
“¡Uy! ¡Uy! ¡Uy!”
A todo esto , esta conversación
tiene lugar a menos de dos metros de mí. Suelo callarme pero me entran ganas de
decirles cuatro cositas bien dichas a esas señoras –entre ellas “Punky, no,
lesbiana, la palabra es lesbiana”- que no tienen nada mejor que hacer en todo
el día, pero por educación, las sonrío.
En la boda llegan los besos
sonoros, esos que te dejan sorda durante una hora. Y es que nunca eres
consciente de lo grande que es tu familia hasta que vas al pueblo y se te ponen
las mejillas como tomates debido a tanta efusividad.
En el banquete, me toca sentarme
con mis padres y, si no ha ido ningún pariente cercano, con gente que me hace
una observación minuciosa. ¿De verdad el pelo rosa llama tanto la atención?
Suele ser tan aburrido todo que
de repente la botella de vino se convierte en mi mejor amiga, así que a la hora
de marcharme ya no distingo en qué tipo de boda estoy. Supongo que no acabo
subida encima de algo bailando debido a las miradas asesinas que me dirige mi
madre con cada trago que le doy al rico caldo que llena mi vaso.
Y vuelvo a casa con un popurrí
extraño de frases en mi mente: “Uyyyy, lo que has crecido” “Hace mucho que no
te vienes por aquí” “Ven que te voy a presentar a mi Jesús, verás que guapo que
se ha puesto”.
En fin… a mí, mientras no me
hagan ponerme vestido y me den vino, aguanto lo que sea.
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